La bandera desflorada en el corazón, el celeste y el blanco como estandarte de la primera paternidad. Salas nos trae un poema en donde evoca recuerdos de una infancia vivida junto a los colores del cielo.
Cuando era chica e iba a la plaza mamá me decía: Cuidado con la bandera el celeste es el cielo y el blanco, las nubes. No pises a la bandera ni siquiera cuando esté pintada con tiza de azar. Si caminás por el cielo te podés caer y las nubes no te van a atajar. Yo las miraba (a la bandera y a mi mamá) e intentaba entender cómo podía ser que una persona tan grande le tuviera miedo al celeste, que no quisiera caminar rodeada de algodón como en un baile de disfraces sólo para ella. Intentaba, cuando podía, caminar por otras calles que llevaran a la plazoleta en donde jugar o taparme los ojos con mis manos hojaldradas esperando que las nubes no entraran. Cuando empezamos a salir solas con mis amigas y hacíamos picnics en la plaza probaba disuadirlas de ir al parque más cercano pero más difunto. No quería que nadie viera la bandera arrugada, con las líneas borrosas de tanto pisarla y el celeste mezclándose con un blanco que más que blanco era gris que más que gris era asfalto iluminado por los faroles. Cuando salíamos y nos sacábamos los zapatos para sentarnos a comer, siempre alguna se detenía a observar los talles, los colores y las pisotadas aunque siempre eran los mismos zapatos marronestalle37 mordidos de tanto pisarse a sí mismos, descuajeringados en una lengua de dolor. Ellas elegían hebilla sin hebilla cordón sin cordón; yo esperaba que mamá consiguiera los zapatos a mitad de precio y nunca decidía si lustrarlos o no. Cuando papá volvió de su viaje a una isla del sur argentino ya no tenía la banderita prendida al lado izquierdo de su pecho. Dijo que unos nuevos dueños se la habían arrebatado y que había tenido que enterrarla en el fondo del mar. Ya iba a salir, me dijo. Me dijo que las banderas no se entierran sobre otras banderas y menos una bandera a la otra. La arena no era segura. Después volví a la plazoleta de siempre y caminé por la bandera tatuada. Era como caminar sobre empedrado que amenazaba con separarse el uno del otro en cualquier momento. Y las olas me abrazaban y se sacudían y cuando creía que iba a llegar por fin a las nubes me daba cuenta que no que eso recién era espuma y todo era como volver a empezar. yo no elegí los zapatos ni la bandera, pero igual me tocó agarrarlos con las dos manos.