De Alba Robles, en su cuento sobre una chica mexicana que viaja a Buenos Aires en busca de una nueva vida en la ciudad, muestra sus pertenencias, sus anhelos y nostalgias, en donde su territorio sigue extrañándola.
Me desperté con miles de cosas que hacer. El fin de semana un tipo en una fiesta me preguntó qué me motivaba a levantarme en las mañanas. Miles de cosas que hacer. Lo que me levanta en las mañanas son miles de cosas que hacer.
-Dejar la ropa en la tintorería
-Leer Frankenstein
-Sacar dinero
-Hacer la compra
Me sentí cada vez más triste con cada pendiente tachado. Fui a la fiambrería que está a la vuelta de mi casa. Había una persona esperando afuera de mi edificio. Esperaba que la dejaran entrar. Me miró, tal vez con la esperanza de que le detuviera la puerta, pero la cerré detrás de mí. Me sentí morir mientras lo hacía.
La mujer de la fiambrería me reconoció, aunque no sonrió como de costumbre. Me preguntó cautelosa ¿de dónde sos?, ¿qué haces acá? ¿te pagas un departamento por acá vos sola? Seguro todo te parece más barato acá. El resentimiento en su voz me conmovió. Volví a mi casa molesta con la señora, molesta conmigo misma por haberme sentido tan mal.
Me desplomé en el sillón, sin energía para hacer el resto de los pendientes. Frente a mí, la impresión de una pintura de Saturnino Herrán me miró desde su lugar en la pared. La pintura muestra a un grupo de indígenas en una balsa que cargan cempasúchil, una flor esponjosa y amarilla que se usa en las celebraciones del día de muertos. Me la traje a pesar de los muchos peros que puso mi madre. Es lo único realmente mío en este departamento. Los muebles, aunque son bonitos, fueron escogidos por alguien más. No es mi cama, no son mis platos, no son mis libros los que me rodean.
Estoy contenta con la decisión de traer la pintura. Cuando la veo, recuerdo México. ¡Cuántas ganas tenía de salir de ese país! En cada trámite, cada despedida, cada decisión, fui consciente de que era capaz de salir de ahí. Me fui como si me fuera a ir para siempre. Le corté a mi novio, perdoné a mis padres, compré un abrigo carísimo que no he usado porque me da vergüenza.
Y ahora que estoy aquí, extraño mi país. Cuando llegué a Buenos Aires me di cuenta de que era una ciudad hostil. Todo el mundo dice que en Latinoamérica la gente es amable, pero esta ciudad es la excepción. La gente camina apresurada, chocan los unos con los otros. Nunca voltean a ver hacia arriba, hacia el cielo, las copas de los árboles o las fachadas de los edificios. Ignoran a los limosneros, apenas sonríen con los labios apretados si los saludas. Una vez le pedí indicaciones a una mujer con el cabello teñido de rubio y me contestó ¿Qué no ves que estoy ocupada? Preguntale a alguien más. Sin duda esto no es México.
El ruido… Todas las noches a las diez pasa el camión de la basura y el espectáculo que arma es absorbente. Veinte minutos de contaminación auditiva. Pitidos sin parar, de vez en cuando un grito humano con el que nadie parece inmutarse. Todos los días a partir de las cinco de la mañana los frenos de los coches me despiertan. La basura en las calles grises choca con mis pies mientras camino. Gente cansada en los camiones, nadie a quien decirle buenos días. Miseria en las calles. No el tipo de miseria que provoca piedad al alma, el tipo de miseria que repele al alma. Drogadictos, mujeres deschongadas que me gritan “Callate” aunque no haya dicho ni una palabra.
Yo decidí esto. Decidí vivir aquí, en un tiempo que parece lejano, cuando Buenos Aires era para mí “La ciudad de la furia” de Soda Stereo, “El sur” de Borges y una fotografía de Eva Perón. Apenas sabía nada. Una canción o dos o tres líneas fueron suficiente para hacerme venir.
Por si fuera poco, no estoy lista para vivir en una ciudad. Cuando llegué tenía la necesidad de repetir tres veces en mi cabeza lo que iba a decir antes de comprar en la frutería. Una amiga se reía de la rigurosidad con la que saludo a los vendedores en los kioscos “Hola, un boleto por favor”, de la manera en la que no puedo decirle que no a nadie, de la sorpresa que me trastorna cuando alguien en la calle me responde tajante “no te puedo ayudar” si pido indicaciones. En algún punto olvidé lo que esperaba de Buenos Aires. Estar enamorada, ser independiente, pasear, aprender. ¿Qué esperaba? No lo puedo recordar.
En México vivía en un pueblo donde todos nos conocíamos. Donde nadie hacía ruido a las cuatro de la tarde porque era la hora de la siesta y la gente siempre estaba dispuesta a ayudar. Y lo odiaba. Decía que era aburrido, que me quedaba chico. En ese entonces tenía tiempo de leer La montaña mágica de Thomas Mann, escuchar música, estudiar y salir de mis ocasionales depresiones con largas pláticas que mantenía con mis amigos. Esperaba paciente pero confiada a que la vida realmente empezara. Y el inicio de esa otra vida, interesante y absorbente solo podía ser al mudarme a una ciudad.
En cuanto llegué a Buenos Aires un sentimiento de ligereza me invadió. Podía hacer lo que fuera. Era capaz de pasar tres días seguidos con amigos, fumando, tomando. No leí por un mes, tampoco escribí nada. Me sentía muy ocupada disfrutando la vida como para detenerme a hacer algo de eso. Iba a museos, recorría colonias enteras a pie, podía hablar por horas con alguien extranjero sin aburrirme. Podía explicar con paciencia “En México esto es así” y escuchar “En España esto es asá” como si importara.
Pero en medio de la fiesta alguien se tenía que ir a casa para llamar a sus padres, o alguna otra persona se quedaba dormida, y mis amigos no me dejaban acompañarlos a hacer sus pendientes. Tenía que volver a mi departamento justo a tiempo para ver el día terminar. Las siete de la tarde nunca habían sido tan aterradoras como lo eran en Buenos Aires, en pleno invierno, cuando parecía que faltaba tanto tiempo para que el sueño llegara y no había nada más que hacer.
En esas horas el ejemplar de La Montaña Mágica de Thomas Mann no parecía en absoluto atractivo, ni tampoco ponerme en contacto con mis amigos mexicanos. La depresión se colaba por la puerta y la idea de salir a la calle, enfrentarme con el ruido, la gente grosera, los drogadictos, me parecía imposible. Cuando me sentía lo suficientemente valiente iba a museos, pero incluso en esos ambientes terriblemente controlados tenía miedo. Cualquiera podía haberme roto. Con un solo gesto, con un solo comentario.
Mi madre me marcaba y me decía “No dejes que te quiten tu amabilidad, no cedas a la ciudad”. Sin embargo, no había nada que yo quisiera más que sentirme fuerte, en confianza, ser igual de despiadada. Mis amigos querían saberlo todo, qué sentía, a quién conocía, si me enamoraba. Yo les respondía intentando ser sincera, Buenos Aires no es mejor, es diferente.
Una amiga me mandó una carta en la que escribía “Hay dos tipos de personas, las que se quedan y las que se van, tú eres de las que se van”. Por primera vez en mi vida me cuestioné si no era el tipo de persona que se queda.
Ahora veo la pintura de Saturnino Herrán y pienso en México, en el novio que dejé atrás, en mis amigos ¿Me dejarán volver? ¿Podrá ser que las cosas hayan cambiado desde mi partida y volver sea aún peor? O tal vez debería pasar mi mano extendida sobre una pintura en el Museo de Bellas Artes, jalar el pelo de la persona frente a mí en la fila de la compra, gritar en medio de una plaza y ver qué pasa.