Un hombre se encuentra cara a cara con la muerte. Ese hombre es el narrador. Ese hombre que presenta Rodríguez Duca, tiene la voluntad de vivir en el borde del impulso y la franqueza es algo que lo caracteriza para estar de frente con la muerte.
—Hace falta otro hombre. Resonó una voz impávida y el otro hombre, lamentablemente, era yo.
En esas situaciones no importa la voluntad, el destrozo que te habita, la desolación insoportable, el accidente de la creencia. Todos de repente te miran y estás solo, irreversiblemente solo, con decenas de ojos que te recorren el cuerpo como babosas que evalúan qué nivel de cobardía sufrís. Por más que busques reparo en algún rostro, todos se vuelven el mismo, pétreo marmoleo inanimado. Unas pocas manos son puentes que te llevan al abrazo, pero no te rescatan de ese silencio insolente. Así que asumí ser hombre, las mujeres no levantan los cajones. Tomé la tercera manija a la derecha, la última, enlistándome entre esos soldados sin armas que cumplen ese ritual absurdo.
Veinticuatro horas antes estaba preparando un viaje en mi moto por algún lugar del país con una hermandad in vitro de amigos rústicos. Sonó el teléfono, levanté el pesado tubo con cable enrulado y una austeridad de palabras alcanzó para decir que mi abuelo había muerto. “Cuando las horas bajan” gritaba Spinetta desde el audio y un vacío que era ancla crecía en mi pecho.
Una semana atrás insistía en cortar el césped de la casa con mi perra, mientras esperaba que mis abuelos regresaran de alguna terma, esos viajes que, por poco dinero, los centros de jubilados organizaban entre generosos grupos sexagenarios y coordinadores simpáticos, viajes de egresados con un delay de cincuenta años. El espíritu festivo sólo era interrumpido cada tanto por algún cuerpo que se obstinaba en romperse, cuerpo que mi abuelo asistía con tranquilidad, entre fotos fuera de foco, restoranes libres, micros repletos de mates, risas. Mi abuelo tenía un millón de amigos, no existía gente que no lo fuese, como si su sola presencia le implicara al otro un territorio amable, una de playa. Mi abuelo era una playa con mate y tejo.
Cuando quedaba sólo la casa era un club hedonista. Asado perpetuo, pileta open veinticuatro horas, motos por todos lados, olor a caños de escape, música, sexo, aceite quemado, mientras intercalaba la preparación de algún examen y escribía la bitácora. Me gustaba perder el horario, derretir el reloj, ese extravío impune de vivir en el borde del impulso. Ritmo que sólo declinaba por alguna cursada o por mi trabajo de fotógrafo socialero, en los cumpleaños de quince, en los book de promesa de modelo o los típicos casamientos. Nunca en un entierro. No entendía por qué los entierros no se fotografiaban. Es un evento social, algo hiperdestacado entre los que quedan con vida, pero no, los entierros no tienen fotógrafo. No existe la posibilidad de álbum de cuero con las fotos del difunto y los sufrientes, del cura dibujando cruces en el aire, del cajón lustradísimo, de los sofisticados ornamentos y esculturas al servicio de distraer la atención para no pensar en huesos y en carne putrefacta, para que la moral no recaiga sobre la actividad de gusanos o en las llamas, para que la negación opere en transitar veloz lo que duele.
Los ángeles de piedra, tienen la insólita destreza de hacer creer que te van a develar un secreto y cuando te acercas, te ignoran.
La obligación de persignarse tampoco se fotografía, en esa intimidad rancia mezcla el respeto y el miedo. Si se cree en dogma, que sea lo más psicodélico posible. Si se cree ateo, que sea con alegría. Si se cree por miedo, que se asuma la mediocridad.
Viajar en moto no es un mero transportarse de sitio en sitio, no es velocidad ni arrebato, no es peligro negado, no es James Diem. Es todo el resto de lo bello del mundo, es estar en él, sintiéndolo sin el recorte artificial de una cabina. Es ser el equilibrio, es perpetrarse en cada aroma, viajar en cada brisa, ser paisaje en todo instante. Es motor-hombre, unión estética de máquina bella y hombre hambriento que se precipita sobre las calles.
La manija del cajón lastimaba las manos, supongo, todas. No le pregunté al resto. En mi llanto y confusión trataba de entender si era mi abuelo el que estaba adentro. Quería pensar que no, pero sí. Y a la vez sabía que un cuerpo sin vida pierde todo nombre. Por eso tal vez la importancia de las lápidas, para que el muerto siga con su nombre, aunque ya no lo pueda decir, aunque no le corresponda, aunque no le sirva.
Balancear un cajón con cinco tipos más, aturdidos por el dolor, sale mal. Cuando intenté nivelar mi arista imprimí demasiada potencia y al alzar de más mi lado del cajón, sentí el cuerpo de mi abuelo moverse adentro.
La muerte es un cuerpo que se mueve sin voluntad.
Lo llevábamos a un panteón familiar para que descanse. ¿De qué? Si mi abuelo amaba el movimiento, si su moto Puma ya lo extrañaba, si mi abuela no sería más la misma, si esa horda de amigos no paraba de nombrarlo, si sus historias de campo buscaban su voz. La muerte no es un descanso. La muerte no es. Mi abuelo aparece tomando mate en los portales de las casas, o en las disquerías revolviendo su curiosidad, o en la moto, despacito como andaba él, mirando el paisaje.
Todas costumbres de muerto. También aparece en las sutilezas que ejercieron tanto él como mi padre, el placer por la risa y el relato. Cuando le hablaban de religiones o paganismos protestaba con un chasquido de labios en revoleo de cabeza simulando fastidio y concluía “son todas macanas, mira el atardecer y cebate unos matienzos, ¿le vas a creer a alguien que vive asustado?”
En mi mano torpe no había susto, en el cajón no había miedo, en la proliferación de cruces no había plegaria, en los asustados que rezaban no había contagio, en la ceremonia vacía no había creencia. Había moto y y atardeceres. Había amigos y amores y cuerpos tomados por la música. Había prepotencia frente al destino. Había viaje. El saludo no termina de perderse en la distancia. Un viaje es lo que queda, no importa a donde vayas.