Vic nos presenta una narración que nos transporta a la inmutable y atrapante utopía literaria de David, un personaje que experimenta y se expresa a través del poder que la lectura ejerce sobre él.
No le molestaba para nada. Era casi como una música ambiental, que embriagaba sus oídos y le transmitía una paz inmensa. Tampoco el movimiento lograba distraerlo. Tan atrapado en la lectura estaba que sentía como si fuesen sismos de emociones, como si las letras tomaran vida y lo sacudieran de un lado a otro, sin lograr desviarlo ni un mísero segundo de la historia.
Tampoco las luces lograban molestarlo. El sentía como si aquellos personajes lo estuviesen iluminando con su mirada. Se sentía el protagonista de la historia, se sentía el malo de aquella trama, y la esposa del protagonista, y también el niño con cara pálida como la nieve.
Sus ojos, como dos lanzallamas, quemaban las páginas unas tras otras, sin tomarse respiro alguno. Una, dos, tres, diez, cuarenta. David seguía, no se quedaba atrás, sentía que su vida era esa vida, no la real, o la irreal. Todo sucedía en verdad, o al menos para él. Atrapado por las garras del misterio, de la acción, no podía, ni quería, soltarse. No, esa era su vida, no había ninguna otra.
Leía sin parar. Desde aquel día en que se subió al metro sin esperanzas, cansado de su vida y con destino al suicidio, se sentó al final del vagón, al lado de una señora que parecía de otra época. Mientras buscaba con su mirada perdida en el piso los sueños que nunca había podido cumplir, y recordaba aquellos momentos que le dejaron ese gustito dulce en su memoria, notó que un pasajero de barba extensa, ropa desaliñada y rasgos bien marcados, se retiraba de aquel mugroso metro, dejando en su asiento aquel libro. O aquella vida, porque eso era para David: una vida.
Fueron días, semanas, meses; algunos dicen que incluso hasta años.
Parecía un ser de otro mundo, de otro universo. David padecía los mismos problemas que los protagonistas, sentía una alegría inmensa cuando uno de ellos lograba lo que se proponía, como si fuesen sus hijos. O él mismo.
Así pasaba sus días. La gente ya lo conocía y se limitaba a cotillear por lo bajo, a criticarlo, o simplemente a ignorarlo. Todos en el metro sabían quién era. Nadie lo molestaba.
Él seguía siempre en su mundo, aquel mundo perfecto; perfecto y utópico. Algunas personas cuentan que, de vez en cuando, exclamaba algún nombre, o alguna ciudad del Medioevo, pero nada más.
Las gotas de sudor en su frente, reflejaban la luz matutina de la gran ciudad.
Eran como espejos, que podían mostrar a la perfección, el nerviosismo y la ansiedad que estaba sufriendo. El miedo, sin dudas. Sus ojos estaban cada vez más tensos, como tirados por una cuerda que no dejaba de forcejearlos. Y seguía, seguía. Una, dos, tres, diez, cuarenta hojas ya pasaron. Sin duda, es eso lo que se aproxima. La paz, podría ser. O el terror. O nada. Siguió deslizándose por los toboganes de aquel mundo maravilloso, sin darse cuenta del muro que se encontraba delante de él.
Un muro altísimo, con rocas que resaltaban lo rústico. Un muro aterrador, pero que a su vez parecía la puerta hacia el paraíso. La esposa del rey era la asesina. Todo estaba resuelto. El hijo se fugaba mientras el padre yacía tirado en aquel rincón del castillo, decorando con tinta roja las alfombras. Era de esperar. El corazón de David fue más allá de todo. Podían escucharse los latidos desde algún planeta distante.
El metro ya estaba por arribar a la estación. Vestido por el cielo azul resplandeciente, iba disminuyendo su velocidad hasta casi quedarse quieto. Se bajaron todos los pasajeros, y cada cual siguió con su vida.
David seguía allí. Todo estaba resuelto, ningún cabo quedó sin atar.
Su mirada derribó las últimas palabras, y junto con el libro, se cerraron sus ojos. Y allí quedó. Derrotado por un mundo del que se había apropiado, por ideas maravillosas, por una utopía. El libro se terminó, junto con su vida.