Lorenzo logra contar el amor adentro de un hospital. Un romance entre paredes blancas y enfermas. El color rosa que aparece entre sus pensamientos.
Los cuadros de la casa siempre se vieron torcidos. Incluso cuando me esforzaba por ajustarlos a su posición, tomar medidas y trazar verticales líneas imaginarias, ni bien llegabas solamente te alcanzaba una mirada para notar que algo estaba fuera de lugar. La indulgencia es una de tus virtudes: primero un beso, el infaltable abrazo de la bienvenida, la conversación sin esfuerzos y, finalmente, te acercabas casi con vergüenza y echabas al aire ese talento tuyo sobre las réplicas de Velázquez que cuelgan en la pared que da al patio pulmón del edificio. Podías permanecer largos minutos contemplándolos, querías descubrir los trazos más ínfimos, las huellas que escondió el artista para nosotros, me decías; pero yo sabía bien, disimulabas. Eso era todo. Arreglabas mis desperfectos y luego ocultabas la mano, como esas madres que borran las líneas en lápiz negro que dibujaron sobre la hoja de plástica para que su hijo las remarcara con fibrones o témperas. Así lo es todo con vos. ¿O lo era? ¿Habrás cambiado? Si es así, por favor que alguien me avise, tengo miedo de no darme cuenta y continuar actuando como si fueras la anterior. ¿Me entendés? Y ya no será lo mismo, algo así como un anacronismo, estaría saliendo con tu vos anterior. Me siento algo invisible en tu ausencia. Por favor, avisame, la percepción de las personas a veces me es una perspectiva esquiva que muta y me deja de lado. Me siento algo invisible en tu ausencia.
Ayer estuve a punto de verte, apenas una serie de metros faltaban para llegar a tu habitación. La 504 de la Clínica Modelo. ¿O era la 405 del Instituto Modelo? Eso ya no importa. Había comprado flores. Sé que no te gustan, pero alguien debe decorar tu habitación, y más ahora que tu mamá ya no aparece con frecuencia por ahí. Debe estar enferma, debería llamarla, pero ya sabés cómo se pone cuando intento hablarle. Nunca me quiso para vos. Si fuera por ella, tomaría fotografías de los cuadros torcidos para enseñárselos a todos nuestros conocidos. Ven, así de inútil y desprolijo es mi nuero, les diría. ¿Estaré siendo muy severo? Perdón, no quiero ofenderte. Ya vas a ver cómo al salir de esa pocilga donde te tienen internada vamos a ir juntos a almorzar con ella. Y entonces todo estará bien de nuevo. Ella entenderá que también yo puedo mejorar, que estamos juntos por una razón mayor.
No, no me arrepentí de entrar. Todo lo contrario: cuando estaba a apenas unos metros, vi a la enfermera ingresar a tu cuarto. A ése, el 504 o el 405. La colorada que lleva el pelo recogido debajo de una red. ¿Sabés de cuál te hablo? Con la que conversás sobre ese libro que le recomendás a todo el mundo. Yo nunca había escuchado hablar de Williams, pero de pronto había escrito un best seller (así se dice, ¿no?) que se vendía por millones en cuatro continentes y vos eras la única que parecía conocerlo en nuestro círculo de amigos. Me pediste que te lo llevara, que querías releerlo desde esa cama blanca. Pero no me pareció correcto, las clínicas no son lugares para leer. No vaya a ser que te acostumbres, te dije. Y te reíste, achinaste los ojos con esa ternura irremediable que contagiás al que te mira y tuve que darme por vencido. Que te lo llevaría la próxima vez que te visitara, al día siguiente. Lo llevo en mi mochila, ahora, lo paseo conmigo, te prometo no olvidarlo. No, todavía no lo leí, Stoner no es un título muy tentador, y yo no me fío de esos millones de desconocidos que lo leyeron alrededor del mundo. En la contraportada Ian McEwan lo rescata como el tesoro oculto del siglo pasado. Aparentemente el tal William lo escribió sesenta años atrás, pero recién en estos días está teniendo el éxito que merecía. Y todo gracias a una recomendación que McEwan dio en una radio. Así de rápido, ¿podés creerlo? Y todos salieron a comprarlo. Me pregunto si vos también la habrás escuchado y por eso decidiste leerlo. Conmigo seguro que no, porque sólo escuchamos transmisoras en español; de inglés, sabés bien que entiendo poco y me interesa menos. Pero al final, la única opinión en que confío es en la tuya, las demás son estadísticas para mí, pares de ojos alrededor del planeta que coincidieron en una misma novela justo cuando vos la elegías del recibidor de una librería de avenida Corrientes.
No es que la colorada me desagrade, sino más bien al revés. Presiento que la incomodo, debe ser que tu madre le dijo algo sobre mí. No me entiende como lo hacés vos, como lo hacemos nosotros. Ellas dos también se hicieron amigas. No hablaban de Stoner, no sé de qué hablan en verdad. Las vi abrazarse una tarde en medio del corredor de nuestra habitación. Perdón, la tuya, tu habitación. En esa camita magra que te asignaron no entraríamos los dos, mucho menos si durmiéramos como lo hacemos en casa, cruzando las piernas, los brazos abiertos de lado a lado y rozándonos la boca. A otros podrá resultarle infantil, para nosotros es esencial, siempre los labios, el resto del cuerpo no importa, casi como si diéramos por vencido a todo lo demás, pero las bocas deben permanecer cerca una de otra. Ahí sí que no fallamos. Lástima que tu mamá no puede vernos dormir. Así entendería, sabría cómo una boca busca a la otra y sabe encontrarla en medio de la oscuridad. Pero a lo que iba es que fue eso lo que no me permitió visitarte, la enfermera estaba entrando y yo no quise hacerla pasar un mal rato. Me preocupa que su maltrato hacia mí pueda repercutir en los cuidados que debe darte. No, sería poco profesional. Y eso sí, parece ser responsable en su trabajo. Además, si es amiga de tu mamá, no podría hacerle daño a su hija, ¿no? Mejor me quedo tranquilo respecto a eso.
A las flores las quise devolver. ¿Sabías que no se puede? Al regresar a casa me reí, de nervios me reí. La empleada me había tratado de inconsciente. Tiene algo de razón, pero lo hice como un acto reflejo. Sos vos la que me hizo un aficionado al ahorro. Ya sabés cómo era yo antes, lo que ganaba en el local lo gastaba en menos de una quincena. Vos me enseñaste a racionar la plata, los gastos grandes son para los grandes placeres, me dijiste. Y cuánta razón tenías. Así es que pudimos irnos juntos a Viena. ¿Quién lo hubiera imaginado? Si antes de conocerte, ni siquiera había salido de la Argentina. Y al cabo de dos años estaba conviviendo con una mujer preciosa y viajando a Austria. Para serte sincero, y aunque me dé vergüenza, la primera vez que mencionaste la ciudad no sabía dónde quedaba Austria. Tuve que esconderme para buscarla en el celular. Y recién ahí leí todo lo que vos ya sabías sobre los austrohúngaros, la guerra y sus divisiones en otros paisitos. Todo está tan apretado en esa parte de Europa. Me recuerda a nuestro cuarto. No, no el de la clínica, ése es tuyo, ya sé, al de casa me refiero. Es el occidente europeo de los armarios: entre tus camisas y calzas, y mis camisetas y shorts, no hay lugar ni para un Luxemburgo. Ahora eso cambió un poco. Tu hermana pasó por casa para llevarse tu ropa, así estarías más cómoda acá. Igual, todavía vestís ese ambo levísimo que te dieron cuando te internaron. No sé para qué te llevó la ropa, supongo que para cuando te den el alta puedas hasta elegir con qué lucirte a tu regreso. Tu hermana suele pensar en esos detalles. Igual, exageró llevándose tanto, ahora todo está más solitario acá, más vacío. Un occidente partido al medio. A esta Europa de entrecasa le faltan sus países preferidos. Me tiñeron de gris la mitad del mapa. Es pasajero igual, ya sé. Pero si vieras cómo se siente al acostarme. Incluso en la oscuridad se nota la ausencia. Es verdad eso que dicen de las noches. El armario enflaqueció, como te sucedió a vos semanas atrás. Pero ya regresará a su peso original. Como vos, que ya estás mejor. La enfermera, ahora que lo pienso, debe ser muy eficiente en su trabajo. Por eso tu mamá y vos la quieren tanto. La próxima vez que vaya la voy a saludar con amabilidad y le agradeceré especialmente el cuidado que tiene con vos. ¿Quién te dice? Tal vez lleguemos a ser amigos y salgamos los tres cuando te den el alta. Ya debe faltar poco. A tu familia la noto menos preocupada.
Cómo es esto de las enfermedades, que hasta tu viejo me trata mejor. Parece que el caso era éste, que enfermes para que nos unamos todos. El otro día me llamó durante la mañana al celular, apenas conversamos, sólo cruzó un puñado de palabras. Yo quise contarle sobre la enfermera, sobre lo bien que te trata, pero él permanecía callado. Me escuchaba. Sé que me escuchaba porque lo oía respirar al otro lado del tubo. Pero no habló. En verdad, casi no habló. Creo que necesitaba a alguien con quien descargarse a mitad de la mañana y se le ocurrió llamarme a mí. Sí, eso de descargarse es retórico, ¿no? Así se dice… ¿retórico? Le saqué el peso del silencio dándole charla un buen rato, aunque él prácticamente no dijera nada. Para eso está la familia, ¿no? Y, al final, en la enfermedad es cuando nos unimos. Si hubiera sabido que podían ser tan amables conmigo, me habría esforzado más por simpatizarles, pero vos ya me conocés, soy terco y malhablado cuando me enojo. Ahora ya no, parezco cambiado. Me dicen mis compañeros que estoy cambiado, un poco más flaco. Yo les respondo que es para mimetizarme con vos. Se ríen, se ríen a medias, y se apagan. No sé si entienden del todo. Vuelven a reírse, se cruzan miradas y finalmente se alejan o cambian el tema repentinamente. En el local no está bien que pasemos mucho tiempo conversando junto al dispenser del agua, tampoco está bien visto que nos enteremos de la intimidad de cada uno, los del mercado prefieren empleados anónimos y sistematizados, no amigos. Para eso está el almuerzo, muchachos, nos dicen. Nos dicen muchachos aunque a mi equipo también lo integran Juliana y Selva, pero a Suárez no le importa. Y repite eso de los muchachos para que no nos distraigamos. Vos no, Iván, vos podés quedarte un rato más si querés. Yo no le hago caso, me doy media vuelta y regreso a las góndolas. No quiero ningún trato especial sólo porque estás enferma.
Además, a los pedidos hay que completarlos el viernes a más tardar, y no está en mi cabeza la idea de trabajar en la mañana del sábado. Ya bastante tengo con eso de muchachos de lunes a viernes como para ir los fines de semana. Todo el tiempo que no es del local, es tuyo. Y para serte sincero, hago trampa, porque no pasa una hora de stockeo, reposición o cambio de ofertas que ya estoy pensando en vos de vuelta. Lo que me cuesta es organizarme, de un día a otro olvidé cómo hacerlo todo en hora. Pero no estoy lejos, te lo prometo, eso de las distancias, definitivamente, es una mentira. ¿Qué puede hacer una enfermedad contra nosotros?
Sé que vos te habrías esforzado más si fuera al revés, si fuera yo el que estuviera en esa cama y con ese ambo ya gastado, hubieras encontrado el tiempo entre tus ensayos con la compañía y las clases en el instituto para venir a verme, seguramente hasta habrías llegado en calzas y ropa de entrenamiento; pero creeme que no fue mi culpa, hice todo lo posible para no tener que ir el sábado a trabajar. Es verdad que esta semana estuve más lerdo con el tema de la reposición, más disperso. A veces me encuentro a mí mismo observando un punto vacío a mitad de una góndola, uno cualquiera, con la mirada quieta como si me hubieran paralizado o alguien me hubiera dejado ahí, como ocurre con los carritos del supermercado. Casi siempre me despabilo de inmediato y disimulo, pero sé que acá se dan cuenta. Los rumores y las conversaciones silenciosas parecen ratas murmurando entre los zócalos del depósito, ya sé que les doy lástima, que estoy más lento y tan pálido que si realmente ocupara tu lugar mi cara combinaría con ese blanco agrisado del ambo. Ahora que lo medito, se parece bastante al tutú de tu compañía, ¿no creés? Sí, el otro es más blanco y ceñido a la cintura, y con ese cuerpo tan firme que tenés, te luce cada centímetro. Recuerdo que la primera vez que te abracé me sentí inseguro de que te decepcionaras de mí, de mi cuerpo, que te dieras cuenta que mi espalda no era ancha ni fuerte, que mis brazos apenas mostraban músculos y que, básicamente, todo en mí era estándar. Me compenetré en compensarte de otra forma, sabía que eras demasiado hermosa, que tenías el cuerpo de una bailarina profesional y que yo sólo estaría a tu altura si te hacía reír, como dicen, ¿no? El amor siempre entra primero por la risa. Y creo que ésa fue la fórmula, así llamé tu atención y logré que me dieras una oportunidad. No la desperdicié. Ninguno de los dos. Al final, salvo para tu mamá, no soy un tan mal novio, si hasta dejé de tomar y me afiancé en el trabajo. ¿Cuánto de todo eso te lo debo a vos? No quiero ser injusto, pero prefiero decir que se lo debo a nosotros. Sé que vos estarías de acuerdo, somos un equipo, incluso en esta distancia de supermercado a hospital, de ambo a mameluco, de tu cama tan prolija a mi oficina de góndolas y cajas. Ya vas a ver cómo cuando salgas de ahí te voy a llevar al río para que compartamos la tarde y nos pongamos al día de todo, de lo que soñás en esa soledad de hospital y de lo que pienso yo en mi extrañarte de mercado.
El martes intenté salir antes para llegar a tiempo, pero ya sabés cómo es la rutina acá, el trabajo que se acumula en el depósito y el tiempo se hace imposible, miro el reloj una y otra vez sabiendo que no llegaré antes de las seis de la tarde y que la colorada con el pelo recogido no me dejará entrar. Ya lo he intentado, conozco su mirada. Por favor, vuelva a su casa, es lo mejor para usted, me dice. ¿Lo mejor para mí? Sí, permanecer en casa, fingiendo tranquilidad, disimulando a todo lo que me recuerda a vos que no te extraño. Hasta las fotografías perdieron el brillo sin vos, Celes, les hablo, les cuento de mi día, a veces hasta les digo que las amo. O sea, que te amo. No me acostumbro. Sería más fácil seguramente, pero quién cuidaría de vos. Yo sé que ése es no mi trabajo, pero hay clases de cuidado que ni una enfermera ni una madre ni nadie pueden darte. Sólo yo conozco los secretos, y aunque duermas silenciosa en esas sábanas excesivamente blancas, no importa, yo te los repito al oído para que los recuerdes al despertar. Y así sabrás que estuve ahí, al ladito de la cama, sosteniéndote la mano, acomodándote las almohadas, contándote de mi día en el mercado. Como en casa, me dirías. Sí, mi amor, igual que en casa, tal vez podamos trasladar nuestro mapa a esa habitación, cambiar las cortinas por unas más coloridas, pedir a los demás enfermos que no hagan tanto ruido, que nosotros estamos viviendo ahí y necesitamos acostarnos temprano, vos para recuperarte, yo para ir a trabajar a la mañana siguiente.
Ayer estuve ahí, en tu pabellón, frente a tu habitación, a punto de golpear. Sostuve el puño cerrado a la altura de mi boca, a esa altura para golpear despacio, para no despertarte. Y no lo hice, sé que parece egoísta, pero te juro que fue por vos, pensé que quizás estabas mejor y preferirías que no te incomodara con todas mis historias aburridas. ¿Sabés que justamente ayer me pidieron que me tomara unos días? Volvé cuando te sientas más tranquilo, despejá las ideas, acá no podemos tenerte así, me dijeron, algunos compañeros están asustados, ya no saben cómo tratarte. Me lo dijo Javier, el supervisor, ¿te acordás de Javier? Cenó con nosotros una vez. Pero esta vez no estaba solo: cuando entré a la oficina había otro hombre, el representante legal, así me lo presentaron, él será testigo de la conversación, me explicaron. Yo no lo había visto antes, aunque tenía un traje oscuro en juego con una camisa gris, se lo veía apesadumbrado, no creo que disfrute de su trabajo. Estos días le vendrían mejor a él que a mí, pensé, pero no era el momento de decirlo. Me hicieron firmar un documento, dos semanas de licencia. Vas a volver como nuevo. Y me dio un apretón fuerte, aunque después empezó a relajarse, sin soltarme. Creo que quería darme un abrazo. Se arrepintió, y sostuvo el apretón demasiado tiempo. Fue un poco incómodo para todos, le temblaba la mano y casi se larga a llorar. Seguramente el hombre de traje negro lo inhibió a Javier, él suele ser más afectuoso. ¿Te acordás de esa cena? Se reía de nuestros chistes y hasta nos prometió repetirla. Ojalá encuentre una pareja pronto, alguien que lo haga tan feliz como vos a mí. Y podamos salir los cuatro cuando te recuperes. Debe ser difícil ser solo; a veces olvido cuánto debo agradecer por tenernos. Por tenerte.
Hoy se me hizo de noche de golpe, ¡qué complicado es organizarse cuando uno está desempleado! Perdón, mejor dicho, de licencia, lo único que falta es que te sume una preocupación. Ya vas a ver cómo todo se arregla en el trabajo y volvemos a la normalidad. Como te decía, se me cayó la noche encima, estuve limpiando la casa y cambiando de lugar los muebles o, más bien, tratando de recordar dónde estaban cuando te internaron. Sin duda ése fue el día más oscuro de mi vida. Me dirías que no dramatice, ya sé, pero verte descompuesta, totalmente desvanecida en el baño. Y eso que habíamos hecho caso a las advertencias. Debe ser como dicen los médicos, a estas enfermedades no se las previene, sólo se las diagnostica y trata. Te acompañé en el camino hasta el hospital, incluso me permitieron tomarte de la mano durante el traslado a bordo de la ambulancia. No me sacaste la mirada de encima ni un segundo, creo que tenías miedo y yo te decía estás bien, todo va a estar bien. Y al llegar te entubaron y conectaron a esas máquinas para ayudarte a respirar. Tendrá que esperar afuera, déjenos trabajar, me pidieron, y yo que les decía, si solamente se trata de un desmayo, denle un poco de suero y a casa, ¿no? Como las anteriores veces. Me explicaron que no bastaba, que esta vez era distinto, que te tendrías que quedar internada en ese pabellón donde está la gente como vos. Ya sé, eso sonó extraño, algo indiferente, pero nombrar las enfermedades me aterra, como si les estuviera dando identidad. Prefiero mantenerla así, disminuirla, un desmayo y algunos días en observación. Así me gusta, un diagnóstico en el que todos salimos ganando. Ya vas a ver cuando salgas cómo nos vamos a reír de todo esto. Al final, el que tenías miedo eras vos, me vas a decir. Y sí, puede ser que sea yo.