En la edición 5, Mateo nos trae cuatro cuentos de su autoría. Empezamos con este.
Su narrativa nos genera cosas en la panza, atravesandonos el ombligo. Flossdorf mira a las personas con ojo de pez. Nada en las pelusas del aire acondicionado y se revuelca en la felpa de la revista. Rueda atrás de la cabeza. El chabón flashea. Y se fija el pelo mientras escribe un cuento de cómo es su día, cómo funciona la vida dentro de él.
Mateo Flossdorf nació en Buenos Aires en 2005, estudió música y también es actor. Escribe bajo la idea de una nueva mirada sobre la literatura y el cine como un espacio de reinterpretación y significación constante, haciendo de la escritura una expresión actoral y cinematográfica. Actualmente escribe en un NewsLetter con textos de su autoría llamado “Saquemos una Selfie Para Descontracturar” en Substack.
Nunca tuve expectativas de nada. Nunca fui de tenerme fe, ni grandes aspiraciones, ni deseos ambiciosos, ni nada de eso. Lo único que tal vez podría llegar a desear es un chalet en barrio Perón. Un chalet con un banquito afuera y macetas con alegrías del hogar. Un chalet de techos bajos y una imagen de una virgen en la entrada. Un chalet para ser vieja, y ver correr a mis nietos por la entrada. Una casa, una casa pequeña, en la que el sol tiñe las paredes por la mañana en la parte de atrás y por las tardes en la entrada. Una casita con un jardincito que tenga un cuarto de herramientas sucio, lleno de cosas oxidadas. Tal vez, algún día ir al teatro, y al salir pedirme un taxi. Eso sí que es algo que siempre quise. Ir al teatro y salir con lluvia, y acongojada, tapándome, pedir un taxi. Darle la dirección de casa, no preocuparme, ni siquiera fijarme cómo sube la tarifa, y cuando estemos llegando, sacarme los zapatos adentro del auto con actitud de mujer joven, exitosa y agotada. Que el taxista estacione en casa, y que yo abra rápidamente la puerta y corra bajo la lluvia y entre rápidamente a mi chalet. Es ahí donde apoyo mi espalda contra la puerta, tiro los zapatos y rio mojada mientras el taxista golpea mi puerta. Miro a mi costado y me siento joven. Joven y cinematográfica. Y siento que a mi lado debería de haber también un hombre, atrevido y hermoso con el que debería reírme y tener sexo lleno de pasión y juventud. Pero no. No hay un hombre. Hay un mueble con revistas, una vela vieja y monedas sueltas, así que dejo mi risa y el joven y fogoso sexo de lado. Me saco mi tapado de piel y entre sollozos le paso la plata por debajo de la puerta. Hago berrinche con las piernas estiradas justo en el centro de la puerta. Me quedo por un minuto con la cabeza pegada al piso de madera. Y después me levanto y vuelvo a ser señora. Vieja. Tan vieja que me tratan como a un niño. Prendo la tele y dan una peli de Adam Sandler. Tal vez “Click” o “Luna de miel en familia” o quizás alguna de sus películas de hombre serio. La dejo de fondo mientras me desvisto, me saco los aros a presión, me paso un algodón por los ojos y lavo mis dientes. Me pongo una crema para la piel de las más baratas y con el más artificial aroma, y un camisón suave, ya con pelotitas y la estampa gastada. Me pongo unas pantuflas, que ahora llamo chinelas y me preparo un té. Un tecito y a dormir digo para adentro casi suspirando. Lo apoyo en la mesita de luz y me acuesto en la cama. Apago el velador, veo el vapor del té y de a poco mis ojos se cierran. Me quedo dormida justo en el momento de la peli en el que llegan al beso y al ratito me muero. Mi té se enfría tan rápido como se enfría mi cuerpo y me convierto en una bolsa llena de ganas. Una bolsa en la que no llegué a meter nada pero que podría haber cargado de todo. Un recuerdo de alguien que me nombra y dice: ella podría haber sido una gran actriz; y otro que dice que era tan bella como para ser modelo, eso que nunca me interesó. Algo lleno de miedo. Una bolsa blanca de nylon que se vuela con el viento y se engancha en un árbol. Ahora una bolsa que todos miran con fastidio y piensan en sacar pero no es lo suficientemente importante como para subirse al árbol y sacarla.