En esta narrativa, Villar nos presenta la idea subyacente de que el salvar la vida de los animales fuera, de algún modo, prolongar la nuestra.
Hoy Nino, el perro de papá, murió. Papá está muy triste, yo estoy lejos y no puedo abrazarlo. Quiero acompañarlo en su dolor y eso me hace exhalar angustia cada vez que respiro. Me entristece saberlo triste. No sé por qué se me viene a la mente la operación de la tortuga. Quizás porque pienso en la conexión que tiene padre con los animales.
A mis once años, más o menos, yo tenía dos tortugas enormes, Gilberta y Josefina. Y una perra, que no se llevaba bien con ellas. Una tarde Ruanda atacó a Josefina. Cuando volvimos de algún lugar que no recuerdo, encontramos a la tortuga patas para arriba en el patio de casa. Viva. Tenía el caparazón todo mordido y un agujero en el plastrón por el que se le salían las tripas. Me largué a llorar sin consuelo. Sentía pena por la tortuga que estaba muriendo de una forma horrible, y por la perra que no podía controlar su instinto y, seguramente, iba a ser castigada.
Papá no es veterinario de profesión pero tiene algo de eso en su ser, además de que también es un poco artista. Con manos cuidadosas, la rescató de esa posición incómoda y mortal. Buscó todos los elementos para la cirugía casera que estábamos por iniciar, él y su asistente, yo. Un farol, porque ya estaba oscureciendo, guantes, desinfectante, tijeras; un cuchillo bien afilado, hilo y aguja –de coser bolsas de cereal–, un polvito cicatrizante; y un retazo de cuero, que recortó de una bota vieja.
No están en mi memoria todos los detalles. Solo recuerdo que papá devolvió las tripas de Josefina a su lugar de origen; cubrió, con el cuero marrón, la parte faltante del caparazón y se lo cosió con precisión de sastre inglés. Después la dejó convaleciente, entre unas mantas de polar azul, en la cocina de casa. Y ahí nos habremos quedado en silencio, un poco por miedo a la parca que andaba cerca y otro poco para inocular semillas de esperanza.
La tortuga sobrevivió al mordisco de la perra y a la cirugía improvisada. Con los años el caparazón le fue creciendo alrededor del cuero. Cada primavera, luego de su hibernación, Josefina aparecía con ese cuero perfectamente amalgamado a su cuerpo, y de ese injerto, cada vez quedaban menos rastros.
No sé por qué me acuerdo de esta historia. Tampoco sé cómo ni cuándo murió Josefina. Solo pienso, ahora, que esa noche el padre le salvaba la vida a su hija, la salvaba de su propia muerte pero no solo a la tortuga de la suya. Ella se salvó, y vivió muchos años más. Pero el perro de papá está muerto.