En su cuento sobre una mascota que no resultó ser lo esperado, Mujica crea una narradora que reflexiona sobre la naturaleza de la vida y la muerte, mostrándonos su peor miedo: despertar en un ataúd.
Hace unos catorce años atrás, mi hija pidió tener una mascota. En ese tiempo vivíamos en un departamento en el lado sur de la ciudad, que tenía el espacio suficiente para nosotros, pero no para animales. Tengo una necesidad imperiosa de no tener mascotas. Adoro a los gatos, pero me parece que tenerlos encerrados es coartarles su libertad de ir y venir, de someter su independencia y su espíritu aventurero y seccionarlo a un ámbito casero sólo para darme el gusto, pero bueno, a veces uno tiene que ceder. Con los hijos uno cede más.
Con mi marido decidimos que lo mejor era tener una mascota pequeña. Entonces llevamos a mi hija a una mascotería y ella eligió un hámster que era bien chiquito de un pelaje blanco con manchas anaranjadas y negras. “Es un hámster chino”, nos dijo la dueña de la tienda, una señora flaca, que se parecía mucho a esos perros galgos afganos, con su cara larga y pelo gris que caía sobre su rostro cansado. Me dieron ganas de tirarle un frisbee y me imaginé a la señora galgo corriendo detrás con el pelo al viento. La imagen en mi cabeza me dio risa y lancé una carcajada inexplicable para el resto. La señora galgo me miró extrañada, yo hice como que no había pasado nada. Le dije a mi hija que escogiera una jaula y ella pidió una celeste con barritas de metal y además escogió una ruedita y una pelota plástica para meter a la nueva mascota.
Una vez en casa, con jaula, hámster y accesorios, le dijimos a mi hija que debía ponerle nombre. Mi hija tenía cinco años y no sé de dónde le surgió la idea, pero de inmediato dijo que se llamaría Violeto.
Violeto no resultó ser tan amigable. Se arrancaba por entre los barrotes de la jaula y, si lo pillabas te mordía, lo que también dificultó meterlo a la pelota, así es que la mayor parte del día usaba sólo la ruedita y de noche metía mucho ruido.
A pesar de nuestros cuidados, Violeto murió unos meses después cuando llegó el invierno. Mi hija había ido al jardín infantil y nosotros descubrimos que Violeto estaba tieso. Mi marido lo sacó con una bolsa y fue a enterrarlo en los cerros que estaban frente a los edificios donde vivíamos. Mi marido se puso nervioso y pensó en que debía comprar un hámster idéntico para reemplazarlo y que mi hija no se diera cuenta, pero yo le dije que no, que había que decirle la verdad. Uno siempre se asusta más que los niños frente a las verdades de la existencia, y en efecto pasó así, porque cuando llegó mi hija, se dio cuenta sola de que Violeto había muerto y dijo que ahora estaba en el cielo, que tampoco sé de dónde sacó esa idea si nosotros somos ateos y no creemos en otras vidas más que en esta, que suficiente es.
Hace dos semanas vino a casa mi amiga Catalina, que es bien enérgica y amorosa, y tiene muchos animales. Ese día me vino a contar sobre su nuevo trabajo de secretaria en un servicio público. Ahora debe atender todas las quejas de la gente que reclama y que a veces se ponen agresivos. La Cata entonces se compró un anillo con forma de dragón, así es que ahora, cada vez que quiere putear a una persona que viene a reclamar, se toca el anillo y por dentro dice “dracarys”, entonces imagina que el sujeto grosero se reduce a cenizas y eso le permite mantener la calma. Así es la Cata, creativa y divertida. Por eso ese día no sé cómo, a través de la conversación, llegamos a la idea de la muerte, quizás por estar hablando de cenizas. La Cata me dijo que cuando muriera, quería que se aseguraran bien de que estaba muerta y que luego la cremaran, porque no quería despertar en un ataúd. Yo me quedé callada porque esa idea también me ronda en la cabeza.
Meses después de que murió Violeto, me enteré de que los hámsters hibernan. Se ponen tiesos y parecen muertos. Entonces pensé que habíamos enterrado a Violeto vivo, que quizás se lo estaban comiendo las hormigas y los gusanos y él no se podía mover, que quizás despertó prisionero en la tierra. Le pregunté a mi marido qué tan profundo lo había enterrado y me dijo que no mucho, así es que me consolé pensando en que capaz Violeto hizo un túnel, arrastró las patitas, que se liberó y fue feliz, pero la mayor parte del tiempo lo imaginaba muriendo de a poco enterrado, sin posibilidades de arrancar.
La imagen de Violeto enterrado se me presenta frecuentemente por las noches. Quizás porque mi hija se fue a estudiar a otra ciudad, pero dejó a su erizo de tierra en casa. Kiwi se llama. También tiene una ruedita que por las noches suena fuerte. Los erizos también hibernan.
Cuando nos acostamos, mi marido se duerme enseguida. Yo me quedo mucho tiempo despierta. No se escuchan ruidos en la noche, excepto los perros de la calle que aúllan y que me mantienen alerta porque siempre aúllan antes de un temblor. Y luego escucho el sonido de la ruedita. Es un sonido metálico que suena como un timbre constante. Imagino que me muero, imagino que me entierran, y que en realidad no estoy muerta, que tengo una parálisis. Que despierto en un ataúd y me muero finalmente sofocada, o de un ataque cardíaco, o después de mucho luchar por salir. Imagino que lloro mucho y que me ahogo. Imagino que estoy tan sola, como una soledad de abandono. La idea, como cualquier pensamiento catastrófico que acostumbro tener, me parece tan real que el cuerpo se me paraliza un poco, se pone tenso, frío y tieso como el cuerpo de Violeto, excepto el corazón que me empieza a latir rápido. Entonces mi cabeza imagina más ideas estúpidas para salvarme, como que me entierren con un celular, que soy como la bamba negra de Kill Bill y rompo ataúdes, que era mejor cuando a la gente la enterraban con una cuerda amarrada a una campanita, pero la idea persiste, a pesar de mis soluciones estúpidas de sobrevivencia en esas condiciones. Me da rabia pensar tanto, me doy vuelta en la cama, abrazo a mi marido, me giro hacia el otro costado, me da frío y me tapo hasta arriba con las frazadas, luego me da calor y me destapo. Escucho todo el tiempo el sonido de la ruedita, la ruedita en mi cabeza, girando sin llegar a ninguna otra parte más que al mismo lugar, el mismo lugar muerto. La vida es un giro en el mismo eje, pienso, hasta que la ruedita pare.
Cuando murió mi abuelo y lo enterramos en su nicho, mi abuela estaba totalmente fuera de este lugar. Estaba media muerta igual, se le había ido el espíritu para algún lado difícil de encontrar. Yo la tomé de la mano y me la llevé caminando hacia el auto. “¿Estaba muerto, cierto?”, me preguntó, con la mirada extraviada. Sí, le dije.